
Sara Rubin, una mujer marcada por los años, tuvo una vida que se enlaza con uno de los episodios más oscuros de la humanidad: la Shoá, la forma como se le conoce al holocausto en hebreo, lo cual se traduce literalmente como “catástrofe.
Su hija, Malca Malik, le contó a Infobae, los pormenores de su historia, tejida con sacrificios, pérdidas y fuerza indomable, la cual, recuerda que incluso en medio del abismo más profundo, puede florecer la esperanza.
Nació en Polonia a principios de los años 30, en una familia acomodada que vivía de su fábrica textil. Su casa, grande y luminosa, era un templo familiar que prometía un futuro tranquilo. Pero todo se quebró muy pronto: su padre falleció cuando tenía apenas cuatro años, y a los once, en 1939, vio cómo su pueblo colapsaba bajo la invasión nazi.
Fue entonces cuando las normas de la ocupación comenzaron a despojar a los judíos de su humanidad: la estrella amarilla que debía coser en su ropa marcó el primer recordatorio de que su identidad sería reducida a una señal de discriminación. Poco tiempo después, su familia fue trasladada a un campo de trabajo forzoso. Allí, aún siendo una niña, tuvo que tomar decisiones que marcarían su destino. Para evitar ser deportada a un campo de exterminio, tuvo la astucia de rellenar sus zapatos con periódicos y parecer más alta: necesitaba aparentar tener más de 12 años, la edad mínima para ser reconocida como “aptas para trabajar”.
Auschwitz: el inicio de un infierno sin nombre
Cuando fue deportada a Auschwitz con su hermana mayor, el horror tomó forma tangible. Ya no era una persona; pues le arrebataron de su nombre y pasó a ser simplemente un código, ahora era A-14013, un número que los nazis tatuaron en su piel para despojarla de su identidad. Durante un año y medio en el campo, ambas hermanas aprendieron a sobrevivir juntas en medio de las condiciones inhumanas.
Trabajaban en turnos alternados en fábricas de producción: una salía al amanecer, la otra volvía al atardecer. En la mezquina ración de comida diaria –un poco de pan y algo de sopa caliente– encontraban una forma de compartir, guardar y garantizar que ambas tuvieran algo en el estómago. Cada jornada era una batalla contra el hambre, la fatiga y la desesperanza.
Sin embargo, el horror no terminaba ahí: durante su estadía en Auschwitz, también enfrentaron la infame “marcha de la muerte”, el traslado masivo de prisioneros hacia otros campos en Praga y Austria. Estas travesías forzadas, realizadas sin alimentos ni respiro, acababan con quienes desfallecían por el camino. Pero ellas persistieron, sosteniéndose con un hilo de resistencia.
Las hermanas fueron internadas en un orfanato. La pequeña, se aferró a su hermana mayor como única conexión y su protección en un entorno hostil. Para mantenerlas juntas, la hermana mayor la escondía, protegiéndola de los soldados nazis que realizaban rigurosos controles para evitar cualquier irregularidad. Sin embargo, una noche, ambas fueron descubiertas, y un oficial nazi las amenazó con matar a la menor.
Durante el enfrentamiento, el soldado posó su mirada en el suéter que llevaba puesto la hermana mayor, una prenda tejida a mano que había sobrevivido al tiempo y las penurias. Intrigado por su diseño, las niñas se ofrecieron a confeccionar uno igual en dos semanas si les perdonaban la vida, el oficial se burló, pero aceptó el trato.
Desesperadas por salvarse, las hermanas trabajaron en secreto durante las noches, robando suéteres de otros huérfanos y deshaciendo las telas para usar la lana como materia prima. Usaron agujas improvisadas para tejer el encargo, cuidando cada detalle. Al cumplir con la entrega, sus vidas fueron perdonadas. Este extraordinario acto de valentía e ingenio marcó un punto de inflexión. Desde ese momento, las hermanas dedicaron sus días a la labor textil, convirtiendo la costura en un acto de supervivencia silenciosa y un vínculo inquebrantable entre ambas.

Un acto de valentía que desafió al enemigo
Uno de los episodios más conmovedores de su testimonio ocurrió en el campo de trabajo austríaco Eisenstadt. Allí, en medio del hambre y la vigilancia constante, la hermana mayor se encontraba descargando un camión entero de papas, una de las tareas forzosas que le obligaban a hacer, en medio de la actividad tomó tres papas que habían caído del camión y las escondió en la bolsa de su abrigo. El acto no pasó desapercibido: los nazis descubrieron que alguien había tomado alimento, ya que encontraron una de las papas en los papas en los pasillos, pues se le cayó producto del desgaste del abrigo y advirtieron que asesinarían a diez prisioneras inocentes si nadie se declaraba culpable.
Sin dudarlo, su hermana dio un paso al frente, pues no podría con el cargo de conciencia si sabía que asesinaban a otras personas por su culpa. Luego de asumir la responsabilidad, fue condenada a recibir 15 latigazos, pero tras el tercer golpe, su cuerpo cedió y perdió el conocimiento. Los nazis determinaron que debía ser ejecutada días después. La ejecución finalmente quedó fijada para una mañana de mayo de 1945, pero para esos días, los bombarderos de los aliados desataban el caos en el campo.
Rodeada de miradas inquisitivas y bajo la sombra de la muerte inminente, Sara enfrentó un dilema escalofriante que la obligó a negociar con sus propios verdugos. Habían pasado tres días desde que fue condenada a morir por haber tomado una papa del camión de provisiones. Ese día, los oficiales nazis reunieron a los prisioneros para llevar a cabo la ejecución, pero antes de proceder, le ofrecieron un macabro privilegio: podía elegir quién sería su verdugo y cuándo deseaba morir.
La propuesta, que para los nazis era una burla más al despojarla de cualquier vestigio de dignidad, la detuvo unos segundos. Inspirada por una mezcla de instinto y esperanza, escogió a un oficial italiano que se había ganado la fama de ser menos cruel que los demás. En lo que respecta a la hora, respondió con voz firme que sería a las diez de la mañana. Aquella elección no fue hecha al azar, sino calculada: los bombardeos de los Aliados solían comenzar cerca de esa hora, desatando el caos en el campo y distrayendo a los comandantes. La pregunta final quedó grabada en la memoria de quienes estaban presentes: “¿Por qué a esa hora?”, a lo que ella respondió simplemente, “Porque creo en los milagros”.
Cuando llegó el día señalado, la llevaron al lugar designado para su ejecución. Le ataron las manos y el cuello con una cuerda burda que hacía sangrar al menor movimiento. Al ver la fuerza con que la habían amarrado, logró emitir, con una mezcla de ingenio y acto desesperado, una señal al oficial elegido, indicándole que los nudos le impedían respirar. Por alguna razón, tal vez por humanidad o por simple rutina, el italiano aflojó las ataduras. Los demás comandantes, expectantes, le preguntaron si tenía algún último deseo. Ella pidió rezar. Lo que vino después fue un momento extraordinario de resistencia: recitó cada oración que recordaba, alargándolas tanto como pudo, en un intento de ganar tiempo. Rezaba con voz quebrada, pero firme, mientras los prisioneros presentes la observaban en un silencio ominoso.
Cuando el reloj marcó aproximadamente las diez y media, justo antes de que el oficial ejecutara el castigo final, las primeras bombas aliadas comenzaron a caer en las cercanías del campo. Los soldaron nazis, alarmados por el estruendo, abandonaron la ejecución y corrieron a buscar refugio. En aquel momento de confusión, varias prisioneras aprovecharon para correr hacia ella, cortaron las ataduras con cualquier herramienta improvisada que encontraron y la ocultaron entre un grupo de detenidas. Los bombardeos devastaron una parte del sector donde estaban los oficiales, dejando al campo en absoluto desorden durante horas.
Herida, deshidratada y al borde del colapso, Sara fue trasladada por sus compañeras a un rincón del campo. Cuando finalmente despertó, no entendió dónde estaba. Entre susurros, llegó a preguntar si había muerto, pues pensó que estaba en el más allá. Pero al abrir los ojos y encontrarse con los rostros familiares que la cuidaban con ternura, entendió que seguía con vida.
El campo permaneció en un caos contenido tras los bombardeos, y los nazis, preocupados por los daños ocasionados, no retomaron la búsqueda de aquellas a quienes habían condenado apenas horas antes. En los días siguientes, la hermana fue llevada de un sector a otro por el resto de las prisioneras, quienes la protegieron como un símbolo de esperanza. Aunque los efectos de los latigazos y la desnutrición se quedaron marcados en su piel, la experiencia de haber desafiado no solo a los comandantes, sino también al destino, fortaleció su espíritu.
Días más tarde, el avance aliado llevó a la posterior liberación del campo, abriendo un camino hacia una libertad inesperada para aquellos que tanto habían sufrido. Sara nunca olvidó los rezos que alargaron su vida ni la enseñanza de que un acto de fe, incluso en el umbral de la muerte, podía ser la clave para sobrevivir frente a las fuerzas más destructivas de la humanidad.
En medio de los ataques, las prisioneras liberaron a su hermana, salvándola de una muerte segura. Fue un instante de vida entre ruinas.

El retorno al peligro y el exilio definitivo en Israel
Tras la liberación, las hermanas decidieron regresar a Polonia con la esperanza de recuperar algo de su hogar. Lo que encontraron, sin embargo, fue un país hostil hacia los pocos judíos que habían sobrevivido. Esa misma noche, cuatro de sus primos fueron asesinados por vecinos que resentían la permanencia de los sobrevivientes judíos. Las hermanas huyeron nuevamente: prometieron que nunca volverían a Polonia.
Se refugiaron en Marsella, Francia, y durante un año esperaron en campamentos de transición hasta que lograron abordar el barco “Cuatro Libertades”, que las llevó a Israel. Llegaron agotadas, físicamente marcadas por la guerra, pero determinadas a reconstruir sus vidas.
En Israel, tras pasar por un orfanato, ambas encontraron su lugar. Habían prometido durante la guerra que, si sobrevivían, se dedicarían a crear cosas útiles para la vida. Cumplieron esta promesa abriendo talleres de costura, un oficio que las unió durante décadas.
La madre de Malca formó una familia que creció con el tiempo: tuvo tres hijos, 36 nietos y múltiples bisnietos. Para ella, cada nuevo nacimiento era una victoria contra el intento nazi de borrar su linaje. Siempre decía que sobrevivir no solo fue un acto de voluntad sino también de fe y determinación.
La misión de recordar para tener legado de la memoria
En sus últimos años, dedicó su tiempo a compartir su historia en escuelas y comunidades. En cada charla, insistía en la importancia de recordar los horrores del pasado para evitar que se repitieran. Cada Día de la Shoá, cosía una estrella amarilla en su ropa y pedía a los estudiantes que escribieran en ella: “Yo soy judío”.

En sus propias palabras: “A quienes buscan felicidad fuera de esta tierra, les digo que la verdadera felicidad está aquí, en Israel, en nuestra casa. Aquí es donde nuestra historia, nuestro presente y nuestro futuro convergen”.
Su historia no solo es un testimonio de la Shoá, sino también de lo que significa reconstruirse tras el sufrimiento. En mayo de 1945, sobrevivió al infierno. En Israel, floreció y construyó un mundo donde su descendencia recuerda su valentía y su mensaje.
Sara falleció en 2021 a los 92 años, su testimonio permanece como un recordatorio vivo: no solo de los horrores que vivió, sino de la capacidad del ser humano de levantarse, proteger su identidad y transformar el dolor en amor y creación.
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