
En la Nueva España la tasa de mortalidad infantil era alta. Tan solo en el siglo XVII, en una familia por cada cuatro hijos, uno moría antes de los cinco años de edad a causa de las enfermedades que azotaban a la población en aquella época, acorde con la historiadora Verónica Zárate Toscano.
Una de las etapas más difíciles para la sociedad novohispana fue la epidemia de viruela, la cual cobró la vida de muchos niños en 1779, según un artículo de María del Carmen Vázquez Mantecón, especialista de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Tras la muerte de un infante, especialmente si formaba parte de la aristocracia se realizaban diferentes rituales religiosos.

Actualmente la información que se tiene sobre los funerales infantiles proviene principalmente de los relatos de Manuel Romero de Terreros, que quedaron plasmados en su obra Bocetos de la vida social en la Nueva España. En una de sus narraciones describió el sepelio del pequeño Agustín Ahumada y Ahumada, quien fuera hijo de Agustín de Ahumada y Villalón, virrey y marqués de las Amarillas.
El niño murió en 1755, cuando tenía un año, poco después de arribar con sus padre y con su madre, Luisa María del Rosario Ahumada Ibera, a tierras americanas. De acuerdo con lo registrado por Romero de Terreros, tal como se acostumbraba, parte del cortejo fúnebre estaba conformado por niños, cuatro de los cuales cargaron el ataúd del menor.

Algo también común en la colonia española era que el pequeño que había perdido la vida llevara puesto un ajuar réplica de la de algún santo o incluso que quedara semidesnudo, en representación de Jesucristo. Cabe señalar que la vestimenta que utilizaban los infantes en su funeral estaba asociada con la idea que se tenía de que eran ángeles.
En cumplimento de esta costumbre, Agustín fue sepultado en semi desnudez, aunque sobre una fina tela y ataviado con joyas como esmeraldas, perlas y anillos de oro. Antes del sepulcro, llevó puesto un hábito de monje Benito durante el velorio, que duró una noche entera.
El cuerpo fue velado por familiares y por miembros de órdenes religiosas como la de San Hipólito, los betlemitas, los de San Juan de Dios, jesuitas, mercedarios, carmelitas, agustinos, dieguinos y franciscanos. Esa misma comitiva participó en la ceremonia en la que fue sepultado, dentro de un féretro con forro de terciopelo nácar y tachuelas de plata.

La muerte del hijo del virrey quedó plasmada en un óleo póstumo que lleva el título de Caballerito Ahumada, debido a que ostentaba el cargo de capitán de Infantería del Real Palacio. Tal como lo describió Monserrat Ugalde Bravo: “El infante está representado con la mirada perdida, recostado sobre un lujoso lecho de terciopelo azul con detalles en hilos de oro y plata, y rematado con finos encajes”.
La situación era diferente cuando se trataba de niños mestizos e indígenas. Existen registros de que en algunas parroquias les era negado un espacio en el panteón cuando sus familias no podían pagar la cuota correspondiente. Aunque Vázquez Mantecón señaló también en su artículo que, entre 1774 y principios del siglo xix, el pago que se pedía para sepultar a niños era menor al que se solicitaba en el caso de los adultos, además de que variaban de acuerdo con las posibilidades económicas de sus familiares.
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