
Durante el siglo XVIII, México estaba infestado de salteadores y ladrones de caminos en los pueblos, por lo que se acordó, por el virrey Duque de Linares y por la audiencia de México reducir los crímenes por medio de castigos enérgicos y adecuados, declarándose una persecución contra los criminales, con el propósito de resguardar el orden.
Fue así que nació la cárcel y el tribunal de La Acordada, un recinto imponente y sombrío. Se trataba de un edificio que, hasta mediados del siglo XIX traía al imaginario de las personas el recuerdo de un célebre Tribunal donde existió una prisión de la que salieron hacia el patíbulo miles de delincuentes que habían sembrado el terror y espanto en la ciudad.
La Cárcel de la Acordada fue un lugar en el que se castigó a miles de criminales y se encontraba situado en la antigua calle de Calvario, que actualmente forma parte de la avenida Juárez, una de las más céntricas de la capital, que conecta con Paseo de la Reforma, unas de las más importantes y famosas. Tenía su fachada hacia el norte de la manzana, limitada al oriente por la calle La Acordada, hoy Balderas, y al occidente por un terreno en que se formó la primera calle de Humboldt.
Cuando corría el año de 1751 quedó concluido este edificio de piedra roja basáltica, con molduras, ambas pilastras y cornisas de recinto y cantería. Se llamó Cárcel de la Acordada, por el acuerdo que hubo entre el virrey Duque Linares y Audiencia. Pronto comenzarían a llegar bandidos y criminales para recibir el castigo acorde a sus delitos.
Se nombró alcalde y jefe del lugar a don Miguel de Velázquez, que era un cruel perseguidor de bandidos. Su fama de sanguinario hacía que se le temiera, al grado de que los hombres más perversos temblaban ante su presencia. Como única condición para gobernar la prisión, de Velázquez pidió al virrey que se le dieran varias facultades, pues sería juez y verdugo de los criminales.
Miguel de Velázquez fue conocido por su brutalidad contra los criminales y por mandarlos al patíbulo. Todos los días por la mañana y por la noche visitaba a los prisioneros para castigarlos, desde azotes, cadenas y hasta ratas que, se dice, devoraban vivas a las víctimas.
Unos 200 hombres armados se dedicaban a perseguir bandidos, fuera de la capital, dejando vestigios macabros de su paso. Luego de hacer justicia, el hombre no sentía el menor remordimiento ni carga de conciencia. Cuando llegaban nuevos envíos de hombres a la tenebrosa prisión, los hacinaban. Los presos eran llevados al fondo de la cárcel, donde eran arrojados sin piedad, moribundos y viejos, enfermos, y algunos morían de hambre.
Desde el principio de su existencia, esta cárcel tuvo unos galerones, ubicados en Chapultepec, donde se separaba a los delincuentes de la población en general. Años más tarde se levantó un edificio que se derrumbó por un temblor en 1788, siendo reconstruida en un solar cercano, en el extenso terreno conocido como Ejido de la Concha, en recuerdo de uno de los más famosos perseguidores de bandidos, se levantaba la horca sobre un gran tablado, forrado de plomo.
La crónicas de la época informan sobre un gran saldo de castigos: mil 729 reos azotados; 19 mil 410 a presidio; 263 destinados a oficios y obrajes; 777 desterrados a los pueblos; 68 entregados a la inquisición; mil 280 muertos en la prisión: 249 trasladados a hospitales y 35 mil 58 dejados en libertad.
Cuando murió Miguel de Velázquez, la prisión de la Acordada siguió funcionando con un régimen menos severo, pero igual de injusto y arbitrario. Quedó plasmado en documentos históricos que siguieron las ratas y el foso, llenándose de moribundos y muerto. Se cuenta que para 1774 se comenzaron a escuchar gritos y lamentos muy profundos, que salían de la anexa cárcel de La Acordada.
En 1812, con la Constitución española, quedó abolida la institución de La Acordada, y con el tiempo aquella cárcel se volvió una prisión ordinaria hasta que los reos fueron trasladados a la cárcel de Belem.
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