Las piezas de oro de la Tumba 7 de Monte Albán recuperaron su color tras un proceso de restauración de varios años llevado a cabo por el INAH a través de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC) en el marco del noventa aniversario del descubrimiento del espacio funerario.
Este proyecto de conservación y restauración de 200 piezas rituales que conforman la colección fue llevado a cabo por la restauradora perito del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Sara Eugenia Fernández Mendiola, quien ha coordinado el proyecto a lo largo de siete años. Y la espera ha dado sus frutos.
Las piezas son una muestra de la habilidad artística de los orfebres del pueblo mixteco que fueron descubiertas por el arqueólogo Alfonso Caso en la década de los 30 en la región de los Valles Centrales de Oaxaca. La colección compuesta de vestimenta y ornato muestran diferentes tonalidades que habían sido opacadas por la suciedad y el paso del tiempo.
Se analizaron alrededor de 3 mil 600 cuentas que conforman 69 collares, pulseras y sartales de formas esféricas lisas y decoradas, que comienzan con las más pequeñas y van en orden creciente hasta alcanzar varios centímetros, de igual forma se definieron 16 tipologías de cascabeles de formas variadas productoras de sonidos distintivos.
Para su minucioso análisis se utilizaron lentes de aumento, luces especiales, microscopio estereoscópico y radiografías para conocer el interior de las piezas, pues entre ellas hay cuentas pertenecientes a pulseras y sartales de 14 tamaños distintos que llegan a tener diámetros milimétricos.
En la elaboración de las piezas se vieron envueltos habilidosos “hombres y mujeres, con una calidad artística y tecnológica magistral, utilizando diversas aleaciones de metales preciosos. Oro, plata y cobre eran fundidos y mezclados en diferentes proporciones” de acuerdo a sus características físicas y simbólicas para elaborar formas y “detalles mediante delicados hilos que esbozan ojos, colmillos, alas, garras, astros, rayos solares, flores, grecas y espirales”, de acuerdo con la restauradora.

Los estudios y tratamientos del corpus metalúrgico que realizaron especialistas en conservación Patricia Ruiz Portillo y Diego Jáuregui González, llevaron a la identificación de tres tonalidades de oro en los pectorales, pendientes, anillos, orejeras, brazaletes, pinzas, broches, cascabeles y demás adornos pertenecientes a la colección arqueológica.
El color adquirido depende de las aleaciones terciarias distintas usadas para cada pieza: la primera tonalidad es de un amarillo pálido de aspecto verdoso por la combinación de porcentajes similares de oro y plata más el añadido de cobre para fortalecer la aleación; la segunda es de amarillo dorado con porcentajes iguales de los tres metales, y la tercera tonalidad es de amarillo rojizo en el que predomina el oro por sobre los otros dos metales.
“En el México antiguo se creía que el oro de color dorado era secretado por el sol, y estaba asociado a lo eterno debido a su baja alterabilidad. Asimismo, se pensaba que la luna secretaba plata de color blanco brillante”, explica Fernández Mendiola. La cultura mixteca llegó a alcanzar un manejo impresionante de la metalurgia en el periodo Posclásico que abarcó de 1250 a 1521 de nuestra era.
Esta asociación del oro con lo divino ha sido estudiada por investigadores como el doctor Marteen Jansen perteneciente a la Universidad de Leiden en Holanda, quien también señaló que la tumba 7 fue reutilizada en el año 1300 de nuestra era como un sitio sagrado en el que se depositaron bultos que contenían reliquias de ancestros y restos óseos.
“Su brillante superficie refleja una cosmovisión que pervive entre el pueblo mixteco, su origen mítico, dual y sagrado es un vaso comunicante entre los ancestros de esa sociedad y sus herederos actuales” por lo que la colección será expuesta en la Sala III del Museo de las Culturas de Oaxaca.
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