
Por donde se le desee ver, la muerte de más de 53,000 mexicanos durante esta pandemia es una tragedia. Pensemos no solo en las vidas que se han perdido, sino en las vidas de quienes dejan atrás y el impacto que dejan no solo en las relaciones personales, sino también las economías de los sobrevivientes. Esta situación debería movernos como país a reconsiderar las medidas que se han tomado para contener el COVID-19, además de reclamar a las autoridades competentes y exigir deslinde de responsabilidades.
Sin embargo, los muertos son lo que pareciera importar menos en la discusión. Mientras el gobierno tacha de “zopilotes” a quienes cuentan los decesos, la oposición busca medrar de la tragedia, culpando directamente al presidente, Andrés Manuel López Obrador, y al “zar del COVID”, Hugo López Gatell. Por otra parte, la academia se debate en rebuscadas interpretaciones de los datos, contextos, tendencias y minucias que escapan de la imaginación colectiva. Lo anterior, sin contar el debate sobre si debería de usar o no cubrebocas el presidente López Obrador como elemento didáctico, cuando en realidad se habla sobre el mito personal del ejecutivo: él, como encarnación del pueblo, no teme a nada, incluyendo un virus.
Estaremos condenados a andar en círculos si no entendemos algo fundamental: la imagen de la tragedia no servirá como presión si no hay una narración donde se nos incluya a todos. Para eso es indispensable tejer un discurso emotivo, ajeno a posturas partidistas. Lamentablemente otro nicho que controla el gobierno es la narración emotiva, y ante la pandemia tiene una expresión fatalista: “como anillo al dedo”.
Si López Obrador ha implantado una visión moral sobre sus actos, donde abundan expresiones como “purificación”, “portarse bien” o “bienestar”, se puede entender que hablar de “anillo al dedo” implica que cualquier complicación está prevista, y todo costo que se tenga que pagar habrá valido la pena. Bajo esta premisa, toda expresión de la oposición reafirmará la fe del seguidor del presidente.
De llegar a fallar lo anterior, se tienen otros controles. El primero, empoderar por encima de su nivel de responsabilidad a López Gatell, convirtiéndolo en el mayor responsable de cuanto ocurra. En consecuencia, el presidente se deslinda en los hechos de toda responsabilidad, como ha sido constante a lo largo de toda su carrera política.
Además, nunca faltan distractores para una oposición vacía de ideas, como desviar la atención de las muertes con campañas contra la comida chatarra. En un entorno emotivo moral, el simpatizante aplaudirá cualquier iniciativa que lleve a un futuro mejor, aún cuando mueran más personas – especialmente mientras los opositores hablen de cosas incomprensibles como mercados eficientes. A final de cuentas, ellos perdieron en 2018 por hablar de esas cosas que nadie entiende y a nadie le importan, dirán quienes tienen fe en el gobierno.
¿Seguiremos así indefinidamente? Las estrategias del gobierno podrían perder validez si hay un porcentaje importante de la población que se vea afectada directamente por la tragedia. Pero si no hay una alternativa más allá de la reacción y la banalidad, el hueco puede ser llenado por un mayor descontento y radicalización del gobierno – al fin y al cabo, lo que está pasando es inevitable para un futuro mejor, por lo que cualquier decisión estará justificada.
*Analista político
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