
El fenómeno empezó a extenderse a principios de los noventa con el cártel del Golfo, que comenzó a practicar la decapitación al reclutar a grupos de kaibiles guatemaltecos, un grupo de militares de elite, quienes la introdujeron a México.
Lo anterior se deduce ya que la mayoría de las decapitaciones entre el crimen organizado se realizan con la llamada técnica de la daga kaibil.
Para decapitar a personas vivas es muy común la sierra Giggit, aunque también suele usarse el alambre con púas en sus bordes que hace las veces de sierra.

“Se coloca a la víctima de rodillas, le circundan el cuello con el alambre y poco a poco lo van apretando con un torniquete, que puede ser un palo o un tubo”, documentó el investigador y criminólogo Enrique Zúñiga Vázquez, autor del estudio “Decapitados y narcomensajes: el lenguaje del crimen”.
“La decapitación siempre ha tenido un simbolismo que va de lo mitológico, como el mito de la cabeza de Medusa, a lo ritual, como las cabezas que cortaban los aztecas y colocaban en sus altares llamados tzompantlis”, señala el estudio “Decapitaciones y mutilaciones en el México contemporáneo”, realizado por Nelson Arteaga Botello, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Afirma que las decapitaciones en México parecen “indicar la presencia de cuerpos de elite especializados en el ejercicio de la violencia y la crueldad”.

Para los estudioso del tema, las decapitaciones y la mutilación de cuerpos se ha convertido en una cruel forma de mandar mensajes entre los distintos grupos de la delincuencia organizada.
Desde el año 2006, las decapitaciones se convirtieron en un método aún más recurrente de los cárteles del narcotráfico para sembrar terror en los territorios que dominan. La normalización de esta práctica coincide con el inicio de la llamada guerra contra el narco emprendida por el entonces presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa y que terminó este año con la declaración del mandatario Andrés Manuel López Obrador con el mensaje de que era momento que el país empezara a transitar hacia la paz.
En el pasado, las decapitaciones estuvieron restringidas a un sector de la sociedad que parecía ajeno al resto de los mexicanos como lo fue el caso de la esposa de Héctor El Guero Pälma Salazar, del cártel Sinaloa, o el de la cabeza que fue abandonada en la tumba del narcotraficante Alfredo Beltrán Leyva.
Sin embargo, en este último caso, según los expertos, se puede interpretar como una ofrenda y no como una revancha.

Grupos como Los Zetas, el Cártel del Golfo y la Familia Michoacana empezaron a descabezar masivamente a integrantes de grupos rivales. Ya no bastaba con someter a tortura a enemigos y traidores, y abandonar luego sus cuerpos. La violencia en la guerra de las drogas había escalado, haciéndose cada vez más cruel.
Las decapitaciones, que en principio sirvieron como mensajes de terrorífica advertencia para los enemigos, terminaron por fragmentar el tejido social de comunidades expuestas a estos actos violentos, según Zúñiga.
Las decapitaciones hablan de “la puesta en marcha de una serie de capacidades que se han aprendido, que forman parte de un entrenamiento específico, donde el objetivo es, precisamente, no sólo proporcionar violencia a los cuerpos, sino asegurar que esta tenga una visibilidad mediática en muchas de las ocasiones”, añade.
Atribuye parte de este fenómeno a las redes sociales, que le han dado a las decapitaciones una dimensión de espectáculo público de libre circulación por la red, aprovechado muy bien los grupos criminales para su propósito: inocular el miedo en la población.
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