
Juana nació en el estado de Hidalgo, cerca de la capital mexicana, a los 15 años se convirtió en madre, pero como no tenía recursos para mantener a su hijo, se dedicó a la prostitución, ocupación en la que conoció a gente relacionada con el narcotráfico.
Por su corta edad era conocida como “La Peque”, apodo que recibió cuando empezó a trabajar para el Cártel de Los Zetas, primero como informante (halcón), después como espía -acción que la facilitaba la prostitución- y, finalmente, como sicaria.
Es una de las mujeres asesinas que participó activamente contra las fuerzas del estado durante la llamada guerra contra las drogas decretada por el entonces presidente Felipe Calderón y que continuó hasta enero pasado cuando el actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador la dio por terminada.

Como a los actuales sicarios, le gustaba posar para las redes sociales, donde continuamente subía imágenes en las que sobresalía su cabello rojo y armas de alto calibre. Su cara inocente era el mejor distractor para su rivales, pero pocos imaginaban que a los 20 años era considerada como de las mujeres más peligrosas de México, no por la cantidad de hombres a los que asesinó sino por la crueldad con la que lo hacía.
Detenida en 2016, confesó haber matado al menos a cinco hombres, a los que decapitó, pero además, sentía placer al desmembrar a sus víctimas, tener relaciones con los cuerpos mutilados y luego bañarse con la sangre, la que después bebía aún estando caliente.
Al momento de su detención tenía 28 años. Al relatar parte de su vida señaló que desde pequeña fue rebelde y después se volvió adicta a las drogas y al alcohol.

En una cárcel de Baja California dijo que al principio su trabajo consistía en vigilar las carreteras durante alrededor de ocho horas diarias, en las cuales tenía que reportar si pasaban patrullas. Si hacía mal su trabajo, la amarraban y sólo le daban de comer un taco al día.
Juana, de acuerdo con el diario británico Daily Mail dio testimonio de varias ejecuciones que presenció, como cuando “le rompieron la cabeza a un hombre con un mazo”, lo que la hizo temer por su vida al imaginar que pudiera terminar de la misma manera, pero con el paso del tiempo se familiarizó con la violencia a tal grado de sentir excitación y afición con la sangre.
“Me sentía emocionada por ella, me frotaba con ella, me bañaba en ella después de matar a la víctima”, citó el diario.

Juana confesó que al estar rodeada de tanto crimen y violencia no sólo volvió insensible, sino que también tomó gusto por beber y bañarse con la sangre de los cuerpos mutilados.
Declaró que comenzó a tener relaciones sexuales con los cadáveres decapitados, utilizando las cabezas y otras extremidades para su satisfacción.
Hasta ahora no se le ha sentenciado y, mientras tanto, continúa sus estudios en prisión.
La presencia de mujeres en el sicariato y en general en el mundo del narco se ha hecho cada vez más frecuente. Incluso existen grupos de asesinas a sueldo integrados exclusivamente por mujeres.
Aunque en en muchas de las ocasiones no es por voluntad propia: son arrancadas de sus familias ya sea para integrarlas a las filas de la organización o para el tráfico sexual. Existe el registro de que en las zonas ocupadas por el crimen organizado son más altos los índices de delitos cometidos contra las mujeres como homicidio, extorsión, intimidación, violencia sexual y secuestro.
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