
Cuando fue la historia del poeta William Carlos Williams (1883-1963) en Paterson, su actuación fue formidable. Claro, estaba Jim Jarmush en el medio, como el gran director que captó la atención para hacer una película sobre un vate microbusero que hacía letras sobre lo que le pasaba en ese momento.
Me pregunté todo el tiempo en esos días si la poesía no era sacar de lo cotidiano esa esencia vital, inamovible, como hacer un verso sobre la mermelada de duraznos –o algo así- que él escribía sin cesar.

Me acuerdo que esa vez habíamos ido con mi amigo Juan Roberto Presta, que estaba de visita en mi casa, a la Cineteca Nacional, a ver un documental absurdo y premiado no sé en donde, de un argentino que rememoraba sus raíces de Europa del Este. Decíamos, ¿estos por qué no se van? ¿Por qué no tiran una botella a la pantalla? Total que nos fuimos en el medio, puteando cosas terribles y nos metimos en Paterson (debo decir que Juan, mi amigo, es experto en cine, ve casi una película por día y si no se hubiera decidido a ser periodista de deportes, hubiera podido ser un gran crítico). Cuando la terminamos de ver, nuestros ojos se iban mucho más allá, yo recitaba para mi adentros esos poemas cotidianos y creo que durante muchos días intenté convertirme en William Carlos Williams, haciendo trazos sobre mi vida de a diario: una tostada con mantequilla acá, un sobre que llega quién sabe de dónde.
Miré muchísimo a Adam Driver, pensando entonces –y lo pienso ahora- que era un chico tan común como imprescindible. Formaba parte de esos hombres que son nuestros amigos, nuestro novio, que no tenía sentido preguntar si era guapo o no –éste definitivamente lo era, pero no era eso lo central en su personalidad-, sino ese ponerse frente a la cámara mostrando su vulnerabilidad, su estar en el mundo con más preguntas que respuestas; esos chicos que conocíamos y que tenían la misma perplejidad ante un universo que se nos iba revelando poco a poco y a veces, castigo a castigo.
A menudo pienso no en el machismo de los hombres que me rodeaban, sino en la vergüenza de mi propio machismo, de ese adscribir una por una a las reglas del patriarcado y que tanto dolor nos hizo padecer en nuestra juventud.

Luego vino Historia de un matrimonio y no solamente la vi, sino que leí sus críticas, tanto en contra como a favor. Recién por ejemplo, acabo de ver a la poeta Carla Faesler en Twitter, decir: “pues ayer me puse a ver Marriage story y me aburrí como rockero en concierto de clavecín. Perdón”.
Lo cierto es que más allá de Adam Driver –a quien no vi en esas películas de blockbusters haciendo de algún héroe o villano de Marvel-, creo que lo que nos pasa con ese filme es que no sabemos para dónde agarrar. Es la normalidad lo que nos traspasa y nos deja sin palabras, sin juicio. A veces lo podemos soportar, otras no. Vista con la óptica feminista, no nos da un reaseguro perfecto para poder decir el patriarcado de él o la sensibilidad de ella para ser mujer en un ambiente donde él era el gran creador.
Es cierto eso pero más cierta es la vulnerabilidad de ambos, el no saber exactamente para dónde agarrar. Tener que separarse, sí, porque la vida aparece muy distinta para cada uno, pero en el medio no odiarse, atarse los zapatos y recordar exactamente el día en que nos enamoramos.
El discurso de hoy de las mujeres es aguerrido, valiente y no puedo estar más de acuerdo con él, pero también quiero hacer un homenaje a todos los hombres que nos han acompañado en estos días y nos seguirán acompañando y que no saben cómo moverse dentro de un patriarcado que a ambos nos domina y nos encarcela.

Adam Driver, por supuesto, representa un poco a ese hombre del que nos enamorábamos de verdad. No era Brad Pitt (de la que sólo puede enamorarse la inalcanzable de Angelina Jolie), ni era Leo Di Caprio, era el chico de a la vuelta que nos miraba con esa cara de asombro y que crecía con nosotros cometiendo errores y aciertos, saliendo al mundo a vivir con las puertas abiertas. Hubiera elegido a una chica más común que Scarlett Johansson (hermosa aun cuando hayan intentado ponerla fea y común en Marriage Story), pero ella sale del ruedo con sus inconmensurables cualidades actorales.

Nació el 19 de noviembre de 1983 en San Diego. Fue el novio de Lena Dunham en la famosa serie Girls e hizo la obstaculizada película de Terry Gilliam El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote), como el increíble Sancho (aunque con su metro 89 no era nada fácil pensar en él como el acompañante obeso del caballero andante).
Odia la fama que le han dado tantos papeles en el cine, sobre todo después de Star Wars, donde hizo a Kylo Ren, en la película de J.J.Abrams, a lo largo de tres filmes. “No sé qué decir de los fans, no tiene en esencia que ver conmigo, sino que habla de la fuerza de estas películas, que se han convertido en tradicionales”, ha dicho.
”Como persona, soy igual. Para mí, la única diferencia notable es la visibilidad como persona. La pérdida del anonimato es una gran cosa. No me di cuenta de cómo vería eso en mil millones de pequeñas formas”, ha respondido a la periodista de The Guardian, Emma Brockes.

Por supuesto, estuvo a las órdenes de Spike Lee en esa película que tendría que haber ganado el Oscar, El infiltrado, (BlacKkKlansman).
Está casado con la actriz Joanne Tucker, con la que tiene un niño, pero mantiene muy lejos de los focos su vida privada. Mientras tanto, muchas películas se avistan en el futuro para que él siga demostrando su aspecto de hombre común, que a veces se convierte en héroe.

*Fuente original del artículo, “Maremoto Maristain”
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