Jon Martín Cullell
Belém (Brasil), 2 may (EFE).- Belém, la ciudad brasileña que acogerá en noviembre la próxima Conferencia sobre el Cambio Climático de la ONU (COP30), quiere mostrar al mundo que el desarrollo económico es compatible con la preservación de la Amazonía, aunque el crecimiento demográfico y el cambio climático desafían esa conciliación.
Pese a ubicarse en plena selva, Belém es una de las capitales regionales menos verdes de Brasil: el 56 % de sus habitantes viven en calles sin ningún árbol frente a una media nacional del 34 %, según datos oficiales.
Ahora, a pocos meses de la COP30, las autoridades construyen nuevos parques y subrayan en sus discursos la necesidad de impulsar la bioeconomía, actividades basadas en el uso sostenible de los recursos naturales, para crear empleo sin aumentar la deforestación.
Este sector representó el año pasado un 3,8 % del PIB del estado de Pará, cuya capital es Belém, y el objetivo del Gobierno regional es llegar al 4,5 % en 2030, si bien la economía aún depende en gran medida de la minería.
“Existe un potencial inmenso que todavía no ha sido explotado, principalmente porque los índices de investigación e innovación son bajos”, afirma a EFE Camille Bermeguy, vicesecretaria de Pará para Bioeconomía.
Ese potencial tiene, en la región de Belém, nombre de frutas autóctonas ya consolidadas como el cacao y de otras que se han popularizado en los últimos años como el azaí.
En la isla de Combú, que forma parte del municipio, un grupo de adultos aprende lo básico sobre “gestión sustentable”, una de las aulas gratuitas que las autoridades han lanzado dentro de un programa de capacitación para la COP30.
Entre los alumnos está Ana Maria Cardozo, de 61 años, quien está construyendo una posada con vistas al río para complementar los ingresos que recibe por la venta del azaí que recolecta en su terreno.
“Es importante tener esa conciencia de protección ambiental, está abriendo oportunidades”, dice, libreta en mano.
Pero, incluso con capacitación, la lista de desafíos enfrentados por los habitantes de Combú es larga: falta agua potable, alcantarillado y red eléctrica confiable.
“Queremos mantener la selva en pie, pero también necesitamos tratamiento de las aguas residuales y oportunidades de trabajo”, afirma Izete Costa, fundadora de una fábrica de chocolate orgánico en la isla.
A esos desafíos se suma el impacto del cambio climático, que amenaza el incipiente negocio de la bioeconomía.
La Amazonía acaba de pasar por dos de las peores sequías de su historia. La escasez de lluvias ya redujo en un 40 % la producción de Costa el año pasado y este no pinta mucho mejor.
“La cosecha se atrasó unos tres meses… Esto debería estar lleno”, dice la emprendedora de 60 años, apuntando a unos baldes de madera vacíos que usa para fermentar las semillas del cacao.
El cambio climático es un problema existencial para Belém, que se alimenta y bebe literalmente de la naturaleza que la rodea.
En el parque natural de Utinga, a una media hora del centro, se encuentran dos manantiales que abastecen alrededor de dos tercios del agua que consume la ciudad, cuya área metropolitana cuenta con 2,5 millones de personas.
Visitado por miles de personas cada fin de semana, el parque sufre una constante presión demográfica, con frecuentes invasiones de terrenos, mientras el Gobierno regional construye una carretera de 14 kilómetros para reducir el tráfico vehicular que pasa muy cerca de sus límites.
El biólogo Marcelo Rodrigues se preocupa por el futuro del guaruba, un guacamayo de color amarillo que está ayudando a reintroducir en Utinga después de que fuera declarado extinto en la zona hace unos 100 años debido a la deforestación.
Ya han soltado 50 animales, pero dos de ellos murieron tras golpearse con una red eléctrica que cruza el parque.
Con motivo de la COP30 soltarán otros 30, aunque Rodrigues se pregunta sobre el impacto real del evento en la conciencia medioambiental de la población.
“El otro día escuché a unos visitantes cuchichear sobre cuánto dinero conseguirían vendiendo un guaruba… Hay que estar alerta”, asegura.EFE
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